El dios de la conquista
Reverendo Era jefe indígena de la región caribeña de la Guahaba. Huyó de Haití en 1511, junto a los suyos, y fue a parar en la
Era jefe indígena de la región caribeña de la Guahaba. Huyó de Haití en 1511, junto a los suyos, y fue a parar en la isla de Cuba. Allí se refugió en las cuevas y los montes de oriente.
Un día señaló una cesta llena de oro y dijo: «Este es el dios de los cristianos. Por él nos persiguen. Por él han muerto nuestros padres y nuestros hermanos. Bailemos para él. Si nuestra danza lo complace, este dios mandará que no nos maltraten».
A los tres meses de atreverse a hacer semejante declaración, los españoles lo atraparon y lo ataron a un palo. Antes de prender el fuego que lo reduciría a carbón y ceniza, un sacerdote le prometió que si aceptaba bautizarse, le esperaría la gloria y el eterno descanso. La valiente víctima le preguntó: «¿En ese cielo están los cristianos?» Ante la respuesta afirmativa del instruido sacerdote, el aborigen eligió el infierno y se dispuso a que el representante de Dios encendiera la leña cuyas llamas lo habrían de consumir. Por eso en el aeropuerto de Baracoa se yergue, orgulloso, el busto del indio Hatuey.
¿Quién hubiera pensado que un indígena iletrado llamado Hatuey fuera el inusitado instrumento que Dios habría de usar para recalcar una de las lecciones más importantes del Sermón del Monte? «No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido destruyen, y donde los ladrones se meten a robar —enseñó Cristo—. Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido carcomen ni los ladrones se meten a robar. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón. Nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro. No se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas».
Hatuey tenía razón. El oro había llegado a ser el dios de los únicos cristianos que él tuvo la desdicha de conocer. Pero lo que ignoraba era que ese dios carecía de poder. Lo peor de todo es que también ignoraba que el que sí tenía poder para salvarlo eternamente era precisamente ese Dios a quien pretendían servir sus conquistadores, pero a quien ellos habían reemplazado por las riquezas. Por eso Hatuey jamás llegó a conocer a aquel Dios que murió también por él con el fin de darle vida abundante en esta tierra, y vida eterna.
Más vale que aprendamos la lección de Hatuey y de sus verdugos. Elijamos al verdadero Dios y no acumulemos tesoros en la tierra, sino en el cielo.