La envidia engendra el odio
De la soberbia, pecado con el que, en el fondo, se busca ocupar el lugar de Dios, nace la vanagloria, con la que se desea siempre la
De la soberbia, pecado con el que, en el fondo, se busca ocupar el lugar de Dios, nace la vanagloria, con la que se desea siempre la gloria humana a como dé lugar, y de ahí viene la envidia, con la que se entristecen cuando otro logra alcanzar algo por méritos propios.
“No seamos codiciosos de la gloria vana, provocándonos y envidiándonos unos a otros”, (Gal 5,26). Por eso se irrita el envidioso cuando aquél alcanzó triunfos que él no ha podido alcanzar y esa cólera reprimida lo lleva a murmurar, a especular falsedades que le resten valor al éxito del otro, y se alegra cuando le va mal a su víctima, gozando morbosamente.
El envidioso suele ser hipócrita, actuando con doblez, simula una caridad que no es cierta, pero en el fondo desea el fracaso y el hundimiento del que envidia. Fácilmente degenera la envidia en odio. Por eso Caín mata a su hermano Abel y Saúl intenta asesinar primero con una lanza a David y luego eliminarlo con su ejército.
La envidia es el virus que corroe cualquier relación de cercanos en profesión, amistad, familia, vecindad, y es capaz de destruir cualquier vínculo de hermandad.
No se da regularmente entre personas lejanas, sino entre los que conviven y tienen alguna relación particular, como pertenecer al mismo gremio.
La motiva la mediocridad del envidioso, que no soporta que el otro destaque en el arte o profesión que realiza, y se da inclusive en el seno de las familias, cuando algún hermano posee algo que el otro no tiene.
La envidia es como un cáncer silencioso que destruye la convivencia y la armonía en una comunidad.
El apóstol Santiago (3,16) dice: “Pues donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcierto y toda clase de maldad”.
Por envidia se mata a Jesús, a quien llamaban comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores. Los que detentaban el poder religioso no resistían que Jesús congregara multitudes, que fuera escuchado y que creyeran en su palabra. “Pilato sabía que le habían entregado a Jesús por envidia”, (Mt. 27,18).
El envidioso tiene una gran ilusión, ver caer a quien es objeto de su envidia. Por lo que está siempre en espera de la noticia funesta del tropiezo de su hermano, fomentando incluso el descrédito del mismo con chismes, comentarios negativos y, sobre todo, con un deseo enfermizo de ver la destrucción del otro.
El que ama se alegra con el triunfo del otro y se entristece con su fracaso. Reconoce los valores, carismas, cualidades del otro y los alaba. Disimula sus defectos y busca la manera, en lo posible, de ayudar al otro a superarse. El que ama, inclusive, busca imitar al que se supera y aprende las lecciones tanto del que triunfó como del que fracasa, pero sin hacer “leña del árbol caído”. El que ama destierra de sí constantemente todo mal sentimiento, pidiéndole a Dios la purificación, y sabe que con Él es invencible.