Quien quiera el ojo sano...

Reverendo Enfermó un hombre de un ojo, y tanto su mal creció que de aquel ojo ciegó, si no lo tenéis por enojo.

Hermano Pablo / Reverendo

Enfermó un hombre de un ojo,

y tanto su mal creció

que de aquel ojo ciegó,

si no lo tenéis por enojo.

Con el ojo que de nones

le vino a quedar, pasaba,

y veía lo que bastaba

sin curas, agua ni unciones...

Él al punto... partió,

con el fin de desentuertar,

al soberano lugar;

y apenas en él entró

cuando a la lámpara parte,

y tanto el aceite agota

que ambos ojos se frota

por una y por otra parte.

El ojo que bueno estaba,

con el contrario licor,

sintió tan fuerte dolor

que del casco le saltaba.

Y en fin, sin remedio alguno,

hubo de venir a estado

que de allí a una hora el desventurado

ya no veía de ninguno.

Al Cristo entonces... fue,...

y... con más cólera que fe,

a grandes voces decía:

—¡Señor, a quien me consagro,

ya no quiero más milagro,

sino el que yo me traía!

Cesó el dolor, y al momento,

contento de hallar su ojo,

se volvió sin más antojo

de milagro.

Estos simpáticos versos del romancillo Mal de ojo del poeta español Pérez de Montalbán nos recuerdan el sabio refrán: «Todo pica para sanar, menos los ojos, que pican para enfermar.» De allí el refrán que dice: «Quien quiera el ojo sano, átese la mano».

Todos sabemos por experiencia que cuanto más nos frotamos los ojos cuando nos pican, más nos arden. Lo que desconocemos muchos es que, de igual manera, cuanto más nos frotamos el alma cuando está enferma de culpa, más culpables nos hacemos.

«Quien quiera el alma sana, átese las buenas obras» y acepte la gracia salvadora que Dios le ofrece solo por los méritos de Cristo su Hijo. Deje de frotarse el alma, y clame más bien:

¡Señor, a quien me consagro,

ya no quiero más milagro,

sino el que tú hiciste

en la cruz donde moriste!



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