Los eminentes son aquellos elegidos por el Creador para conquistar la gloria, herencia divina entregada como maná privilegiado. Distribuida sólo a los ungidos como savia selecta en manifiesta obra del cielo. La inteligencia se vigoriza de la observación penetrada y del secuente razonamiento, fundamentos nutricios de la existencia, del mismo modo que el oxigeno del aire en invisible función reparadora, da la vida en la complementaria tarea celular. Pundonorosa labor fogosa de trazas beligerantes, para avanzar triunfante en el complicado universo del pensamiento. Y el razonamiento ofrece el don de ser ofrendados, cuando en el instante indicativo, premian a los endiosados acaparadores del reinado de las ideas.
Pensar es el trabajo profundo preferido de pocos, razón privativa que incentiva la animadversión de muchos que prefieren repudiarla, imposibilitados del permiso secular para entrar galardonados por la puerta anchurosa donde se encuentra ubicado el santuario del ideal. �Pensar!. �Quién ha dicho que este privilegio gozoso, vehículo de la grandeza omnipotente es claro secuestro de las medianías?. No pueden con el peso de la tea, cayendo desplomados, en fuga el aliento, emanado del resplandor de la victoria inmaculada que les turba las pupilas.
Los visionarios comúnmente son tildados de locos desorientados, bichos raros, traicionados por angustias incomprensibles, embebecidos de raptos inexplicables, confabulados de chocantes presentimientos irracionales. Pierden el entusiasmo asustados con la sombra del gigante sin comprender la fuerza que nutre sus designios clarividentes. Sócrates fue uno de ellos, llevándose a sus labios consagrados y sin temblor al cicuta tibia, resultando de las iracundas y mortales acusaciones fustigadas al galope sobre el palafrén de la mentira. Y la mentira se ha adueñado del mundo y de ella viven los habilidosos que hacen de las tretas complicadas su forma de vida fácil. Demóstenes, predicador del arte de la sencilla elocuencia, dueño de la ponderable simplicidad que le dio la inmensidad de la dialéctica. Verbo inquietante y cautivador que brilló como la cegadora luz de concisión maravillosa.
