Los primeros años del niño son la base de su total existencia, estos edificarán su estructura y carácter. Es sumamente necesario que los niños aprendan a luchar contra todos los enemigos: el miedo, el aburrimiento, la envidia, los celos, la angustia y el egoísmo, también es muy importante enseñarles que la costumbre de incubar ideas de odio, venganza y envidia, convierten muy pronto un carácter amable y amigable en repelente y el temperamento dulce en agrio, porque no se puede conservar un buen estado de ánimo si se tienen ideas de malevolencia.
La juventud debe marchar a la par del tiempo para que no se seque, se arrugue y se marchite la alegría y satisfacción trasfundidos de la niñez a la virilidad y madurez. Es muy poco lo que se puede esperar de una niñez sin alegría, pues las plantas sin flores no dan fruto alguno. Para el crecimiento del niño es tan importante el juego, como para el crecimiento de la planta es indispensable el sol.
Sin botones, sin flores la niñez dará muy malos frutos. La mentalidad, las inclinaciones del ánimo, el temperamento, se definen en los primeros años; las costumbres infantiles de amabilidad y tranquilidad tienen una influencia poderosa sobre la madurez del ser humano y sobre el ejercicio de su misma profesión. Si educamos a un niño para el bienestar futuro le debemos permitir manifestar abiertamente su alegría y así se fortalecerá y no tendrá melancólicas disposiciones del ánimo; la mayoría de las morbosidades psíquicas que actualmente afligen a la humanidad, proceden de una infancia árida, rígida, falta de afecto o de gran amor materno. La tendencia del niño hacia los juegos y la diversión revela esa necesidad espiritual y física, que, insatisfecha, deja un profundo vacío en su vida, porque la niñez llena de positivismo y alegría radiante es para el futuro de ese hombre lo que un suelo fértil y espléndido sol para un árbol.