La violencia se ha tornado tan profunda en el país que, como acto de supervivencia, algunos sectores abanican la posibilidad de instaurar la pena de muerte para quienes cometen delitos graves. Esta actitud nos sorprende porque Panamá siempre ha sido un país devoto y comprometido con el dogma cristiano.
Algunos gobernantes pretendieron endurecer las leyes, pero casi todo fue un asunto publicitario sin normas que combatieran de manera frontal la corrupción y la impunidad. Lo establecido se convirtió en letra muerta que no aportó nada al sistema de justicia.
Las autoridades tan solo se han dedicado a perseguir a los pequeños vendedores de drogas, a los rateros de poca monta y no han detenido a los verdaderos mercaderes de la muerte que se enriquecen a costa de una población casi indefensa.
El sistema ha sido diseñado para perseguir el delito, pero no para alcanzarlo. Las cárceles se encuentran saturadas con pillastres de barrio, pero los traficantes de arma se solazan en sus palacetes ataviados con el ropaje de la impunidad.
Tras instalarse la democracia, el país que había visto caer al narcomilitarismo, también vio ascender la narcopolítica que ha permitido la impunidad, al punto de desmantelar la Policía Técnica Judicial y permitir que agentes de la seguridad institucional se convirtieran en guardianes de un lavador de dinero.
Debe señalarse también que el crimen organizado ha penetrado las entidades de seguridad pública.
Las autoridades estadounidenses señalan que el flagelo del narcotráfico es un elemento desestabilizador de la democracia, en particular en Panamá, lo que indica que se hace necesario cambiar el rumbo, porque ya la intuición del pueblo señala una solución radical y la pena de muerte parece ser la más propicia para su afán de supervivencia.