El hombre intentaba abarcar y controlar todo. Se metía en 20 cosas a la vez. No entendía que existía algo que se llamaba división del trabajo y tampoco tenía olfato para rodearse de gente competente. El prefería a los aduladores, que al final sólo sirven para quitarle la caspa a la solapa del saco del jefe de turno.
Al final de la jornada, su gestión era desastrosa. Sus gastos se habían disparado por no someter a un adecuado análisis sus decisiones financieras y más bien actuaba por impulsos o porque alguien le llenaba el oído de pajaritos preñados.
La historia recoge la situación de un hombre adinerado, que se lamentaba de sus fracasos en los negocios. El tipo pedía consejos a especialistas en finanzas. Le daban la receta, pero al final hacía lo que le salía del forro.
El hombre era incorregible. Insistía en su supuesto control total, pero a la postre no controlaba nada. Perdía dinero a raudales, sus allegados le robaban, pero el personaje era como un muñeco porfiado.
Sus amigos no se atrevían a darle una sacudida para hacerlo frenar su forma de actuar, que a la postre lo llevarían a la ruina. Hubo un valiente. Le cantó sin rodeos sus errores y le advirtió que si no cambiaba, iba hacia el despeñadero y con el su fortuna, así como su futuro y el de su familia.
El blanco de los consejos al principio se molestó; es lógico a nadie le gusta que le restrieguen lo malo en el rostro, pero al final recapacitó.
Días después, el hombre de empresa recapacitó, hizo los ajustes adecuados y su negocio empezó a florecer. La moraleja de todo esto, es que siempre hay posibilidades de mejorar, siempre y cuando pongamos de nuestra parte.