El éxito de las relaciones interpersonales obedece única y exclusivamente al interés que los interlocutores tengan, para que las mismas se enmarquen dentro de los parámetros de la tolerancia y el respecto. En ese sentido es importante recalcar que todos los seres humanos tienen la necesidad de sentirse importantes, de creerse valerosos; y desde ese prisma, tenemos que hacérselos saber si queremos encontrar en ellos lo que estamos buscando. Es una regla sencilla y simple, muy difícil de poner en práctica si solamente pensamos en nosotros. Tenemos que pensar en los demás si queremos obtener algo de ellos. Es cuestión de relaciones humanas encaminadas a lograr resultados beneficiosos, propósitos que buscamos para el beneficio mutuo. Una de las reglas que se dictan en los cursos Dale Carnagie establece que a nadie le gusta que le reprochen o restrieguen en la cara sus defectos. Pocas personas lo aceptan y dan gracias a quienes lo hacen, ya que de esta forma podemos ver que nuestras conductas no son del todo útiles y también nos damos cuenta que estamos actuando, obrando o comportándonos mal. Cuando nos enfrentamos a otra persona y nos acercamos con dos piedras en las manos, es lógico pensar que la otra parte se va a armar de tres. Cuando juzgamos, reprochamos o encaramos a las personas diciéndoles sus errores, ello va a crear en el receptor una acción de defensa y disgusto.
De esa actitud no vamos a lograr lo que queremos. Habla un viejo epitafio que el ser humano debe actuar manso pero no menso; sostiene que debemos actuar con brazos de plomo y con guantes de seda. La amabilidad, la sonrisa, delicadeza y la gentileza son comportamientos que dan la delantera.
Se dice que la sonrisa ilumina más que un bombillo o una luz y no cuesta nada. Si queremos hacer que otras personas hagan lo que les pedimos o lo que queremos, tenemos que hacerlo de la manera más entendible para ellos, lograr que ellos se sientan importante, útiles y necesitados.