La mediocridad -que en algunas oficinas y entidades públicas de nuestro país es lo que predomina- tiene varias formas de enraizarse y mantener su yugo sobre el espíritu de los trabajadores.
Una de ellas es tratar de aplastar y sacar del sistema a todo aquel trabajador nuevo que tenga verdaderas intenciones de hacer las cosas bien.
Muchas veces, en una organización carcomida por la mediocridad, la vagancia y el "poco me importa", llegan nuevos elementos, que sin el beneficio de ser jefes, intentan desde su limitada posición establecer cierto orden en el trabajo y apartarse de la corrupción.
Inmediatamente esta gente que solo quiere hacer su trabajo y hacerlo bien, es tildado de antisocial y de sapo.
Su sola presencia es una amenaza para ese grupejo de malos empleados que durante mucho tiempo se han dedicado a vagabundear y abusar de los recursos de la entidad.
Si se dan ocasiones en que las "roscas" de empresas privadas e instituciones del gobierno conspiran para sacar del camino a un jefe nuevo que quiere acabar con el relajo, �cómo no van a atreverse a intimidar a este tipo nuevo que se atreve a decirles que están haciendo las cosas mal?
De inmediato comienzan las conspiraciones, los comentarios maliciosos, las mentiras, las zancadillas, las "cáscaras de guineo"; todo para causarle problemas al pobre nuevo empleado, que lo único que quería en primer lugar era cumpliri con su deber. �Por qué esto es un pecado para mucha gente?
La respuesta es simple: porque cuando no había nadie que se esmerara, era más fácil pasar agachado. La eficiencia de uno pone en evidencia la mediocridad de muchos, y aunque ese único trabajador no se meta con nadie, su sola presencia se convierte en una amenaza para los vagos y corruptos.