La vida es el largo camino que nos aboca a la oscuridad siniestra y aterradora que mutila las esperanzas del hombre, hora donde los esfuerzos son convertidos en añicos y se detiene con un solo so el veloz y obstinado corcel, dándonos el anunciador timbrazo, el contadero menospreciable y espeluznante que nos pide parada. Solsticio enigmático que oculta todos los gritos que se ahogan en el taimado silencio, abriendo causa cómplice con los inconfesables dolores donde tienen su génesis las tinieblas, diciendo presente las penas llamadas por el tiempo.
La vejez es la audiencia de los castigos cobrados por los sinsabores, adolecidas de la afable presencia de un defensor de oficio. Sentencia donde se contabilizan los desmanes hechos desventuras que se precipitan con descaro sobre nuestras cabezas indefensas. Idas las fuerzas, ya no podremos emplazar el centauro que como en un aviso riguroso nos toca las espaldas, aquí se dan los profundos suspiros que parecen levantar un gran peso de angustias, en contribución de las enfermedades como complemento, espada de Damocles que se levanta en actitud imperdonable, cobrando el diezmo que se les debe. Momentos febriles, perdidos y convulsivos que han viajado con nosotros por mucho tiempo y ahora se despiden, dándonos el adiós, haciéndonos cerrar forzosamente la puerta del pasado y es aquí donde perdemos la más dolorosa de las victorias, el encuentro con nuestra propia conciencia.
Ya el cerebro se ha divorciada de las fuerzas vigorosas de retener las ideas, pasando como las olas sobre las rocas sin las fuerzas necesarias de poderlas contener. Ha caído el olvido infernal, miles de pensamientos fatuos nos asaltan donde nos abandonan las esencias notables. Son los confines de nuestra conciencia, actuando como hipnotizados con las orillas de nuestro propio abismo, hora en que nos convertimos en presidiarios del desgraciado destino.