Hace 18 años Panamá vivió una Navidad de terror. La invasión militar estadounidense manchó el suelo patrio con sangre (hasta la fecha no sabemos cuántos) y marcó el rumbo de lo que sería la realidad nacional en los umbrales de un nuevo siglo.
Antes de la Navidad de este año hemos sido testigos de una larga huelga médica que todavía no ha sido evaluada. Los daños materiales y humanos que ha podido dejar no han sido aún calculados.
Muchas situaciones han cambiado desde los tiempos de la invasión. El país ha logrado un repunte económico que nos acerca al llamado primer mundo, pero la población no ha podido acercarse a las ventajas que los demás países nos reconocen.
Hace pocos días, dos almacenes de un concurrido centro comercial fue afectado por un incendio. El pasado fin de semana ocho jugadores de la liga gubernamental de bola suave sucumbieron en un terrible accidente.
A pesar de este tétrico panorama, Dios existe y no debemos dudar de �l. En estas fiestas debemos analizar nuestras acciones individuales y colectivas, ser un poco más reflexivos y analizar el lugar que le hemos concedido al Señor en nuestras vidas.
Durante este mes de diciembre, los panameños debemos conducirnos con respecto a las leyes y a la Constitución. En el campo espiritual debemos volver a encontrarnos con Dios y bajo sus preceptos ofrecer tenderle una mano al prójimo.
Llegados a este punto de la cavilación recordamos el proyecto de protección a la niñez. Esta iniciativa adolece de muchas fallas, pero sobre todo reniega de la autoridad de los padres sobre sus hijos, sobre todo en una época en que son precisamente los menores los que se encuentran en el mayor de los peligros motivados por la violencia y el crimen.
El responsable de esta disposición es el Ministerio de Desarrollo Social que, lamentablemente, para ser noticia, debe resquebrajar las bases de la comunidad y la familia panameñas.
El ateísmo con su nueva modalidad, el laicismo, intenta desvirtuar los valores para implantar una moral sin dogmas, donde la idea de Dios no sea central. Esta forma de negación acondiciona al niño y la niña para seguir un sendero irregular donde podría encontrarse ante relaciones escabrosas.
De todas las calamidades esta es la más grave, por el daño que puede ocasionar a nuestros menores. Lo peor es que cuenta con el asesoramiento de organismos internacionales y del gobierno.