Un cúmulo de cualidades que encierran: hábitos notables, habilidades sutiles y esplendorosas y las aptitudes innatas sobresalientes, adornan el jardín natural -conocido con el nombre de personalidad.
En concurrencia advienen los esponsales cuidadosos y refinados, la urbanidad y la honestidad, fluyendo la moral como matrona congenial, complementando la diadema en correspondencia asonante que en primoroso conjunto adornan al hombre de exclusivo potencial extraordinario.
Ellos hacen la excepción de la regla y por desgracia son pocos.
Los conglomerados humanos mayormente constituidos, con generalidad se pierden observando el árbol sin entrar a la selva, imbuidos en los detalles triviales incoloros, desconcertados y sin sentidos, donde el tiempo se desperdicia a granel.
La profundidad del mar no los asombra y la lejanía de las estrellas no les interesa. Concentrar estas ovejas en su debido redil, no es tarea fácil para el buen pastor que aún turbado pretende ir en pos de lo imposible.
La chocantería provocativa y hostil nos hace perder el crédito, porque aupa la mentira audaz.
La jerarquía selectiva e individual, aisla al hombre que ostenta el sello de la categoría distinguida en el accionar, hermano del privilegio sin contaminación.
Sus actitudes contemplativas les inyectan el provecho de la minuciosa observación y desde lo alto califica el proceder de las unidades que integran el conjunto social en efervescencia, momento indicativo para lanzar las elogiosas advertencias morales, venidas como anillo al dedo logrando el impacto requerido.
El común hombre contemporáneo se extiende enmarañado, cualquier dificultad por pequeña que ella sea, ya es considerada como estorbo, menos las diversiones que de estas hace el océano de placeres inolvidables.
