Ver a una mujer campesina de Arenas de Quebro, al sur de la península de Azuero, quejándose de los daños ocasionados a su organismo por los plaguicidas esparcidos en las plantaciones de arroz, me causó indignación e impotencia, máxime en esta época en la que, ambientalistas y ecologistas de pupitre y estadísticas, buscan en otro lugar las razones de los daños que le están causando a la biodivesidad del planeta las transnacionales fabricantes de productos químicos tóxicos con fines agrícolas.
Este año, las denuncias por el envenenamiento de ríos, quebradas, esteros y playas, con la consiguiente mortandad de peces y otras especies de la fauna, han sido frecuentes en el sur de las provincias de los Santos y Veraguas. Pese a que, semejante crimen contra la naturaleza viviente, trasciende a los medios de comunicación, las acciones de las instituciones gubernamentales responsables del sector para corregir esta anomalía, parecen no surtir efecto.
Las fumigaciones por vía aérea y terrestre, por ejemplo, siguen siendo una amenaza constante al entorno ambiental donde viven y se reproducen especies animales; y últimamente, hasta los habitantes en zonas rurales padecen, a veces hasta sin saberlo, los efectos devastadores por la inhalación y el contacto con sustancias agroquímicas.
Anteponer la seguridad alimentaria a la salud de la población circundante a las plantaciones arroceras, como lo hizo un asesor del Mida, constituye un insulto al derecho a la vida que tienen los campesinos de las comunidades de Quebro, Arena, Malena y Llano del Cacao.
Si bien, cada uno de estos productos trae consigo un manual de uso, al caer en manos de personas sin una capacitación, terminan siendo objeto de un manejo inadecuado, por lo que se requieren inspecciones permanentes en el sitio de empleo y estricta vigilancia del Ministerio de Salud y la Autoridad Nacional del Ambiente (ANAM).
Y si hay tortuguismo y manipulación de las leyes ambientales, los culpables deben ser sancionados.