En Panamá hay un grave problema. Estamos entrando en la onda de los países desarrollados: Caminamos corriendo, no saludamos a nadie en los elevadores por andar pensando tres o cuatro cosas y, lo peor, comemos comida chatarra o basura porque es lo más rápido que podemos tener a la mano.
La clase trabajadora panameña está padeciendo una grave crisis de salud. Cada día hay más enfermos y ya es casi común escuchar que un chico de 20 ó 30 años muera de un infarto porque el colesterol andaba por las nubes.
El problema de la alimentación no es nuevo. La cultura culinaria que sabemos la aprendimos desde pequeños cuando íbamos a los colegios. Todos los días mamá o la abuelita nos metía en las loncheras productos con bajo nivel alimenticio, pero con alto grado destructivo que nos ha hecho tanto daño que a una edad temprana el médico nos ha prohibido un largo listado de cositas que no podemos comer.
En un país sureño, por ejemplo, se hizo un estudio que determinó que el 66% de los menores come papas fritas o chocolates durante los recreos, y sólo un 6, 9% prefiere los productos lácteos.
Dice tal estudio que junto al cuaderno de castellano, el libro de historia y la caja de lápices de colores, los niños llevaban un paquete de papas fritas para el recreo y dinero para comprar un helado. Al día siguiente, cambian algunos cuadernos, pero no las papas fritas ni el helado. Eso no lo dejaban. Era la materia de todos los días.
Si usted es de esos ciudadanos que anda en estos menesteres, debe frenar porque su final está muy cerca. Debemos enchufarnos en la onda de la buena alimentación, si es posible casera, esa que la esposa prepara en con el sabor que nos gusta. Si no cambiamos nuestra manera de alimentarnos, mejor es mandar a escribir nuestros nombres en las lápidas.