Es indudable que este mundo le pertenece a la sabiduría. Alejarse de la venturosa visión beatífica, en separación de su senda iluminada es caer bajo el desperdicio del específico curativo invadido de la pandemia por los cuatro puntos cardinales; desgarradora evidencia que aturde las conciencias, melladas de la importancia que les priva la oportunidad de entrar al complejo universo del pensamiento glorioso, donde bullen las ideas con perfecta clarividencia.
La ignorancia se desplaza entre las murallas del abismo tétrico y letal en completo desprecio abominable, distante de los lisonjeros placeres que distinguen la comodidad de nuestros días.
Esto exige un tremendo esfuerzo personal de búsqueda y asimilación, donde las fuentes perennes del conocimiento, descansan en los inagotables recursos informativos del saber llamados libros; grandes volcanes solitarios que vomitan de sus entrañas en tropel agitado, la lava ardiente de las ideas, esparcidas por la tierra en insaciable forcejeo de imposición.
La mente funcional y ávida es la ventana de recepción distintiva, donde los poderes sensoriales en función rectora de percepción, dueños manifiestos de las sensaciones en haz amalgamado y asonante con la inteligencia distinguida en la producción inagotable de las ideas con fundamentos naturales.
En los libros tenemos la verdadera universidad de la vida; verdad insoslayable e inequívoca, pues a pesar del desarrollo experimentado por las instituciones docentes, nada aprende mejor el ser humano que aquello que emprende compenetrado, movido por los anhelos personales.
Los maestros se limitan a se simples guías y orientadores en la función adquisitiva de los conocimientos, ya lo bastante vulnerados por los alborotos del medio, donde el miedo mina la fe en el orden establecido. El hombre es el ciego conducido por el bastón del ideal.
