Opinión - 28/6/18 - 12:00 AM

Vía de escape

Por: Claudia Brihuega Ortiz Periodista -

Unas horas al día son suficientes para olvidar la realidad. “Practico béisbol. He aprendido a comunicarme durante los entrenamientos y a sentirme seguro durante los partidos”, dice Pablo. El deporte es una excusa para abordar los conflictos de fondo en menores en situación de exclusión social. Asumen que la vida plantea situaciones que se ajustan a normas que regulan su desarrollo, utilizan recursos personales para solucionar de manera pacífica sus problemas. Nuevos espacios de relación social en los que pueden desaprender lo aprendido.

Confían en sus compañeros y no tienen miedo ni vergüenza por expresar lo que sienten. Pueden por un instante retirar sus máscaras y armaduras, dejar de ser guerreros de una lucha que nunca debieron librar. El deporte permite dar salida a conductas disfuncionales y lesivas, canalizan su agresividad y su frustración por estar fuera de la dinámica social de manera obligada. Interviene en los procesos de socialización y ayuda a redefinir el carácter. Marco siempre estaba metido en robos y peleas, cuenta cómo el boxeo lo sacó de la calle. Encontró una vía de escape.

Incorporan a su rutina diaria las normas del deporte que practican, en la pista solo hay jugadores. Las fortalezas de unos cubren las necesidades de otros, un equilibrio dinámico y flexible que se adapta a todas las esferas sociales.

La intervención no se reduce solo a los menores, se trabaja con toda la comunidad. Introducir cambios en la estructura general para apoyar la transformación personal de los chicos y chicas es clave. Cada proceso de cambio exige su propio tiempo y debe adaptarse a las necesidades de cada persona. A veces, vuelven a viejas conductas, recuperan amistades pasadas que les alejan del camino, porque han crecido con la idea de que el mundo era de unos pocos y ellos solo podían mirarlo. Todos tenemos algo que enseñar y aprender, personas con experiencias desgarradoras pueden transmitir paz a quienes creen sentirse perdidos.

Un intercambio desinteresado que les permite recuperar el control de sus vidas. Rompen la monotonía y se evaden de los problemas, el aislamiento que sienten se transforma en libertad. Libres para jugar y volver a ser niños.

La incertidumbre y el miedo por lo que vendrá después es parte de su día a día. Desde pequeños han experimentado la exclusión, les han marcado como diferentes. “Muchos nos preguntan si estaremos cuando se vayan”, explica una de las educadoras, “encuentran en nosotros su figura de referencia. No quieren repetir los errores que han visto cometer en sus casas”. Desarrollan la autoestima, la superación personal y colectiva. En el juego no existe género, religión o procedencia. Todos son iguales y el respeto mutuo es la máxima que regula. Descubren que existen alternativas, que las diferencias se acogen y que los problemas pueden ser oportunidades.


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