ROBERTO LEWIS
En el estío de 1898, durante el periodo de vacaciones del Real Conservatorio de Bruselas, donde a la sazón cursaba, fui a pasar días de expansión al lado de mis amigos y camaradas de París.
Nuestro pequeño cenáculo del Barrio Latino se me ofrecía inopinadamente aumentado con un adepto más, antiguo condiscípulo mío de infancia, Roberto Lewis por la gracia de Dios y de sus padres, recién llegado a la gran metrópoli con la firme resolución de cultivar el arte de la pintura.
Más adelante sigue diciendo Narciso Garay: “Roberto me refirió sus primeros pasos en Europa, sus decepciones y sus esperanzas. Bonnat lo había admitido como alumno en su taller de la Escuela de Bellas Artes y de ello se manifiesta Roberto un sí es un no, es ufano; pero se veía a las claras por ciertas muestras primerizas de aplicación colgadas a las paredes de su cuarto, que no era ese ni con mucho el maestro llamado a desarrollar con sus consejos ni su ejemplo las cualidades nativas del nuevo discípulo. Una técnica exageradamente plástica, casi escultural, un naturalismo extremado y un vigor extraordinario de ejecución, unido a la ausencia absoluta de elementos ideales en sus obras hacían precisamente de Bonnat el antagonismo natural de los instintos artísticos de Roberto.
Incompatibilidades instintivas o causas de otro orden, el caso es que Roberto solo permaneció dos meses en la escuela, iniciándose a los métodos clásicos de la pintura francesa. Aunque insuficientes, esos dos meses no fueron perdidos, lejos de eso; y bien que Roberto entrase en seguida a la lucha artística por la vida, sacrificado en ocasiones y en fuerza de circunstancias insuperable la causa del estudio que nutre el talento a la causa del trabajo que da con que vivir, sin afiliarse a círculo alguno ni seguir determinada corriente, sentando plaza de franco – tirador en medio de las falanges disciplinadas de las escuelas modernas, con toda, su corta estancia en aquel taller y de pocas observaciones de un maestro experimentado, sacó su paleta por obra de fácil y rápida asimilación cierta abundancia de color, y su pincel aquella solidez de empaste y aquel vigor de “touche” característicos del arte de su maestro. Más tarde esa preparación clásica inicial tuvo para Roberto virtudes salvadoras, cuando compelido por las necesidades de la vida, tuvo que habérselas con faenas artísticas de poco fuste: ilustración de anuncios comerciales, reclames industriales, caricaturas de diarios humorísticos, labores cuya frivolidad y alcance puramente utilitario amenazaban depravar su buen gusto y ahogar sus primeras ambiciones de arte serio y elevado.
En 1899 regresé nuevamente a París, y esta vez en firme. Desde entonces datan mis mejores recuerdos e impresiones de Roberto, así como nuestra verdadera camaradería.
A fines de aquel año estalló la última guerra civil en Colombia, cortándome de improviso los recursos de vida y reduciéndome también a los azares de la vida artística militante. La analogía de nuestra condición, la comunidad de nuestras privaciones establecía entre nosotros cierta solidaridad moral, ciertas afinidades secretas que nos atraían mutuamente, no obstante, nuestras divergencias de carácter y temperamento. Esa era de lucha y de prueba, coincidía por ironías de la suerte, con la apertura de la Exposición Universal de París en los años de gracia de 1900, y como no hay mal que por bien no venga, por primera providencia acerté a descolgar un lucrativo puesto de violín solo en la orquesta del teatro de cuadros plásticos del ilustre sensualista Armand Silvestre, fallecido poco después. Este teatrillo, verdadera bodinière de arte y juventud, funcionaba dentro del perímetro de la Exposición, en la calle de París de grata memoria, y allí venía Roberto con alegres compañeros a esperarme todas las noches a la salida.
De esa manera mientras Roberto embadurnaba de día lo más abracadabrantes anuncios de productos industriales y pergeñaba caricaturas para la prensa alegre de París, yo ejecutaba de noche, en la órbita de mi actividad especial, no menos desesperante oficio, amasando también con amargura la ración cotidiana.
CONTINÚA