Como premio áureo
«En el arroyo grande, que la lluvia había dilatado hasta la viña, nos encontramos, atascada, una vieja carretilla perdida toda bajo su carga de yerba y de naranjas. Una niña, rota y sucia, lloraba sobre una rueda, queriendo ayudar con el empuje de su pechillo en flor al borricuelo, más pequeño, ¡ay!, y más flaco que Platero. Y el borriquillo se despechaba contra el viento, intentando, inútilmente, arrancar del fango la carreta, al grito sollozante de la chiquilla. Era vano su esfuerzo, como el de los niños valientes, como el vuelo de esas brisas cansadas del verano que se caen, en un desmayo, entre las flores.
»Acaricié a Platero y, como pude, lo enganché a la carretilla delante del borrico miserable. Le obligué, entonces, con un cariñoso imperio, y Platero, de un tirón, sacó carretilla y rucio del atolladero, y subió la cuesta.
»¡Qué sonreír el de la chiquilla! Fue como si el sol de la tarde, que se quebraba al ponerse entre las nubes de agua, en amarillos cristales, le encendiese una aurora tras sus tiznadas lágrimas. Con su llorosa alegría, me ofreció dos escogidas naranjas, finas, pesadas, redondas. Las tomé, agradecido, y le di una al borriquillo débil, como dulce consuelo; otra a Platero, como premio áureo.»
«¡Qué palabras más bellas y elocuentes!», exclama el escritor Roberto Lazear a propósito de la exquisita prosa poética del Premio Nobel Juan Ramón Jiménez. Y tiene toda la razón. En la opinión de muchos críticos Platero y yo es «el libro que más ha emocionado a grandes y chicos de los cinco continentes».
«¡Cuántas