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La "Industria del Crimen" al desnudo

En una entrevista, el también analista y lingüista forense traza el mapa de una "industria del crimen" donde la violencia es el motor y la impunidad, su combustible.

Panamá- En el paisaje urbano de Panamá, cada bala perdida y cada titular sangriento no son hechos aislados, sino eslabones de una cadena mucho más larga y siniestra. Una cadena cuyos hilos, según advierte el criminólogo Marco Aurelio Álvarez Pérez, no se tejen en los barrios marginales, sino en las oficinas del poder. En una entrevista, el también analista y lingüista forense traza el mapa de una "industria del crimen" donde la violencia es el motor y la impunidad, su combustible.

P - ¿Qué patrón criminal identifica en los recientes asesinatos?

R- No son hechos aislados, sino síntomas de una estructura criminal cada vez más deshumanizada. Se combinan dos factores: el crimen de oportunidad típico de los barrios marginales y la criminalidad aprendida que emula tácticas de poder. El agresor ya no roba solo por necesidad, sino por identidad. En la mente del delincuente hay un principio tribal: “Si el sistema me niega, yo tomo lo que quiero”. Esa mentalidad se ha incubado en el abandono, la impunidad y la frustración social.

P- ¿Cómo operan las células delictivas en los barrios?

R- Operan como microestructuras jerárquicas, con códigos de silencio, lealtad y castigo. Su raíz no es espontánea: muchas de estas bandas fueron sembradas y financiadas por intereses mayores —políticos, empresariales o policiales— que las utilizan para el control territorial, el tráfico de drogas o incluso el clientelismo electoral. El barrio se vuelve un teatro, pero los guionistas no viven allí.

P- ¿Qué pasa por la mente de un joven que está dispuesto a matar?

R- Sucede una ruptura simbólica: el joven deja de ver a la víctima como persona y la percibe como objeto de venganza social. El crimen se convierte en una forma de autoafirmación. Es la degeneración del concepto de dignidad: mato porque existo, y existo porque el sistema me ignoró. Ese vacío de identidad moral es el terreno fértil donde florece la violencia sin sentido.

P- ¿Es pobreza, adicción o cultura de la violencia?

R- Es una combinación progresiva. La pobreza crea frustración, la adicción anestesia la conciencia y la cultura violenta legitima la revancha. En Panamá, el modelo económico es desigual, y el modelo educativo no enseña a gestionar emociones ni a construir esperanza. Lo que nace como carencia termina como rabia social.

P- ¿Estamos importando tácticas de carteles extranjeros?

R- Más que importar, hemos imitado y tropicalizado la violencia organizada. Los carteles mexicanos y colombianos son las universidades del crimen regional, pero el estudiante panameño ya se graduó con honores. Aquí hay sicarios a sueldo, lavado financiero, estructuras judiciales cooptadas y hasta un sistema de “protección política” para las mafias locales. El crimen se ha profesionalizado porque el poder lo permite.

P- ¿Qué tan cierta es la dinámica de pagar “vacunas” para operar con impunidad?

R- Totalmente cierta. La “vacuna” es el impuesto del crimen institucionalizado. Se paga a cambio de protección, silencio o favores. Es una forma de corrupción redistributiva: desde la pandilla de barrio hasta la empresa que paga para evitar inspecciones. Esa práctica destruye el principio de autoridad y convierte la justicia en un mercado negro.

P- ¿Cómo influye la corrupción política y policial en la criminalidad callejera?

R- La corrupción es el combustible que alimenta la delincuencia. Cada vez que un político roba, un joven aprende que el crimen paga. Cuando un policía se vende, el delincuente entiende que la ley es negociable. Las calles no se degradan solas; se degradan cuando el poder deja de ser ejemplo moral. La impunidad del cuello blanco legitima la violencia del barrio.

P- ¿Panamá es un paraíso para lavar y financiar crimen organizado?

R- Sí. Panamá es la Suiza de la impunidad tropical. Su posición geográfica y su sistema financiero, originalmente diseñados para el comercio, hoy son utilizados para mover dinero del narcotráfico, financiar campañas políticas y sostener redes de corrupción. Mientras el Estado persigue al pandillero, los bancos y bufetes lavan millones con elegancia jurídica.

P- ¿Cómo está cambiando la mentalidad del panameño en este entorno violento?

R- El panameño está viviendo un proceso de normalización del crimen. La gente ya no se escandaliza: se acostumbra. El miedo se ha convertido en una forma de convivencia. Cuando la violencia deja de sorprender, la sociedad entra en una etapa terminal moral. Estamos creando una ciudadanía anestesiada, sin empatía, donde el dolor ajeno no conmueve.

P- ¿El crimen es visto como herencia familiar?

R- Sí. En muchos sectores del país, los hijos de padres o madres delincuentes —ya sea que estén presos o continúen delinquiendo en las calles— crecen normalizando la violencia como forma de subsistencia. En esos entornos, el delito se convierte en un negocio familiar: el padre enseña a robar, el tío presta el arma, la madre calla o protege, y el niño aprende que la impunidad es un derecho heredado.

Así se reproduce el ciclo del mal, donde la infancia deja de ser inocencia y se transforma en entrenamiento para el crimen. Cuando un muchacho muestra un arma y el adulto lo celebra o lo utiliza como instrumento de venganza, el Estado ya perdió la batalla. El crimen, en estos casos, no solo se comete: se educa, se cultiva y se hereda.

P- ¿Más policías o más familia y educación?

R- El control policial solo contiene el síntoma; la educación sana la causa. No se combate la violencia con uniformes, sino con oportunidades. Cada escuela cerrada es una cárcel futura. Cada familia fragmentada es una pandilla incubándose. La solución es integral: seguridad emocional, educación ética y justicia real. Lo demás es maquillaje represivo.

P- ¿Cuál es el mayor problema criminológico de Panamá que nadie menciona?

R- La impunidad estructural. Aquí se castiga al pobre y se protege al poderoso. No hay equilibrio entre delito y sanción, ni coherencia entre ley y moral. El mayor crimen de Panamá no es robar un celular, sino robar la esperanza del pueblo.

P- Para un joven de barrio, ¿qué es más fácil conseguir: un trabajo o un arma?

R- Sin duda, un arma. Porque el sistema facilita la violencia y dificulta la oportunidad. Hay más trámites para conseguir empleo que para obtener una pistola ilegal.

P- ¿Está Panamá a tiempo de evitar convertirse en un país dominado por el crimen organizado?

R- Sí, pero el reloj corre. Estamos en el punto de inflexión donde la moral social aún puede revertir la descomposición institucional. Si la ciudadanía despierta, si las iglesias retoman su función ética y si el sistema judicial se limpia desde adentro, aún hay esperanza. Pero si seguimos negando la verdad, Panamá será el próximo gueto continental donde la violencia será ley y la justicia, una reliquia.

P- ¿La fragmentación geográfica ha contribuido a la expansión del crimen?

R- Hace tres o cuatro quinquenios comenzó una transformación silenciosa pero letal: la fragmentación territorial de la provincia de Panamá. La antigua unidad urbana se dividió en Panamá Centro, Panamá Norte, Panamá Este, el Distrito Especial de San Miguelito —hoy uno de los más violentos del país— y la provincia de Panamá Oeste, donde el gen del crimen encontró terreno fértil.

Conclusión del especialista

Panamá no está muriendo por balas, sino por silencio. El crimen no nació en los barrios, sino en las oficinas donde el poder se volvió negocio. Y mientras los de abajo se matan por sobrevivir, los de arriba siguen disparando con decretos, contratos y discursos. Solo cuando el país entienda que la violencia no se combate con miedo, sino con verdad, renacerá el espíritu de justicia que alguna vez soñó la nación.

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