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¿Es adecuado poner nombres humanos a las especies?

Desde hace doscientos años, los científicos utilizan el sistema de Linneo para nombrar especies, un código que permite dar a una especie un nombre propio universal.

Desde hace doscientos años, los científicos utilizan el sistema de Linneo para nombrar especies, un código que permite dar a una especie un nombre propio universal, reconocido en todo el mundo. El método, asombrosamente sencillo pero eficaz, todavía se usa.

El sistema, que clasifica a los seres vivos según su género y especie, resultó de gran ayuda para los naturalistas y científicos del siglo XIX que, en pleno auge del colonialismo, se lanzaron a explorar África y Oceanía, dos continentes con una biodiversidad nunca vista por los europeos.

De hecho, la cantidad de nuevas especies descubiertas en esos exóticos lugares provocó que en muchas ocasiones una misma especie fuera descrita a la vez por distintos naturalistas, cuestión que se solucionó de una manera tan sencilla como el propio método: por orden de llegada, el primero que la describe, le asigna un nombre (‘principio de prioridad’).

En este contexto, era habitual que las nuevas especies recibieran nombres de personas (epónimos), en honor a descubridores, dignatarios, benefactores o simplemente amigos, una costumbre que a día de hoy todavía se mantiene.

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Pero dadas las características del colonialismo, numerosas especies acabaron luciendo nombres que representaban la cara más negativa del sistema, como las que están dedicadas al británico Cecil Rhodes (un despiadado supremacista que incluso le puso su nombre a un país, Rhodesia), o George Hibbert, un botánico que tenía esclavos y que fue un gran opositor de la abolición.

Desde entonces, los científicos han seguido clasificando a las especies con nombres de personas, algunos tan ofensivos como los escarabajos de Hitler y de Cortés (por el conquistador español), o simplemente frívolos, como la abeja de Beyoncé o el cóndor, la araña, el molusco y la lagartija de Messi.

Reformar una práctica innecesaria

En los últimos años, varios grupos de investigadores han criticado públicamente esta práctica «innecesaria», por entender que, de entrada, roba a la naturaleza el derecho a ser nombrada por su incalculable patrimonio.

Los primeros en denunciarlo fueron los australianos Timothy Andrew Hammer y Kevin Thiele, quienes propusieron a la comunidad científica cambiar los códigos de nomenclatura de las especies para sustituir los que llevaran palabras, expresiones o nombres propios «ofensivos o inapropiados», y crear una comisión encargada de la revisión.

La propuesta puso sobre la mesa un debate que calaría en muchos científicos, aunque también tuvo detractores.

En marzo de 2023, un artículo en Nature Ecology & Evolution firmado por Patricia Guedes, de la Universidad de Oporto (Portugal), y por científicos de siete países, afirmaban que usar nombres de personas para nombrar especies era «innecesario y objetivamente difícil de justificar», y proponían dejar de hacerlo.

Esgrimían cuatro motivos: primero, que muchos respondían a varones europeos blancos y de clase alta; segundo, que reemplazarlos no alteraría la historia científica porque ese nombre permanecería como sinónimo; tercero, que a fin de evitar debates estériles, era mejor quitarlos todos (en vez de revisarlos uno a uno) porque un nombre que para unos puede ser inocuo para otros puede ser ofensivo; y, cuarto, que aducir dificultades técnicas o económicas para evitar la revisión no era motivo suficiente para no enmendar la situación.

Según cálculos de algunos taxónomos, la propuesta supondría revisar alrededor del 20 por ciento de los nombres científicos.

Pero mientras que la Sociedad Ornitológica Americana anunció que, en un esfuerzo por «corregir los errores del pasado», cambiaría los nombres comunes de las aves estadounidenses y canadienses con nombre de persona, la Comisión Internacional de Nomenclatura Zoológica (responsable del código zoológico mundial) no consideró la posibilidad de renombrar al escarabajo de Hitler.

Un debate internacional

La propuesta de Guedes generó un aluvión de artículos a favor y en contra publicados en Nature Ecology and Evolution y en el portal ResearchGate.

Uno de ellos, firmado por científicos latinos defendía que, aunque la mayoría de las especies tropicales latinoamericanas llevaban epónimos europeos, ahora son los ‘no europeos’ los que están nombrando especies, por lo que, revocar la medida, volvería a perjudicarles.

Y un artículo publicado en BioScience, liderado por botánicos españoles y respaldado por 1500 científicos, planteaba que la función de la nomenclatura biológica «no es reparar el desequilibrio social», y emplazaba a trasladar el debate al Congreso Internacional de Botánica, que cada seis años revisa su código y que el verano pasado se celebró en Madrid.

Para estos científicos, además, eliminar los nombres de personas pondría en peligro la estabilidad taxonómica y dificultaría las investigaciones «incluso aunque se buscasen sinónimos, que no siempre los hay. Revisar ahora todos los nombres del pasado sería demasiado disruptivo», resume a EFE Sonia de Molino, investigadora de la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) y firmante del texto de BioScience.

El nuevo Código Madrid de botánica

Finalmente, en julio de 2024, los 3.000 asistentes al congreso encargados de discutir y votar las propuestas recogidas desde el anterior congreso acordaron rechazar los nombres científicos de plantas, algas y hongos con connotaciones insultantes publicados a partir del 1 de enero de 2026 (para evitar «un enorme trabajo retroactivo»), y crear un comité para revisar los nuevos nombres.

Con una excepción, eliminar el término ‘Kaffir’ (cafre en inglés) y sus derivaciones (cafra, caffra, cafrorum y cafrum), que durante décadas se han utilizado para designar muchas plantas de África. El Congreso acordó eliminar la ‘c’ de los nombres y dejarlos en afra, affra, afrorum y afrum, una medida que afectó a unas cuarenta especies.

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