En el umbral de la muerte
“Mi respetada y desgraciada señora: ... Con el sentimiento del más vivo dolor... dejé al libertador el día 16 en los brazos de la muerte.... Lloro... la
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“Mi respetada y desgraciada señora: ... Con el sentimiento del más vivo dolor... dejé al libertador el día 16 en los brazos de la muerte.... Lloro... la muerte del Padre de la Patria, del infeliz y grande Bolívar, matado por la perversidad y por la ingratitud de los que todo le debían.... Ojalá el cielo, más justo que los hombres, echase una ojeada sobre la pobre Colombia, viese la necesidad que hay de devolverle a Bolívar e hiciese el milagro de sacarlo del sepulcro...”
Así rezaba la fatídica carta del general Péroux de Lacroix que le comunicaba a Manuela Sáenz la muerte de su amante el 17 de diciembre de 1830. En aquel aciago día comenzó a agonizar también la “Libertadora del Libertador”. Su primer impulso al recibir la noticia fue suicidarse. La grandeza de su pasión reclamaba un desenlace ardiente y mortal, así que se dirigió en seguida de Bogotá a Guaduas, donde dispuso que una víbora la mordiera. Afortunada y desafortunadamente, los alarmados habitantes del pueblo le salvaron la vida, obligando a la quiteña a tomar bebidas alcohólicas calientes y otras pócimas que le restablecieron la salud a los pocos días.
Bolívar había herido profundamente a Manuela sin pronunciar palabra alguna. Ni siquiera la había mencionado en su testamento, ni dejó una última palabra para ella, tal vez debido al silencio absoluto que le había impuesto su confesión sacramental el día 10 de diciembre en su lecho de muerte.
Al igual que Bolívar, Cristo murió por causa de “la perversidad y por la ingratitud de los que todo le debían”. Pero en el caso de Cristo, el cielo —más justo que los hombres— se fijó en la pobre humanidad y vio la necesidad que teníamos de que ese libertador espiritual no solo muriera para darnos vida abundante, sino que resucitara para darnos vida eterna.
La carta providencial que nos comunica esa feliz noticia es la Biblia. No optemos por dejarnos morder de Satanás, esa serpiente antigua que nos quiere matar y destruir. Permitamos más bien que Dios, el autor y protagonista principal de la carta, nos salve la vida ahora y para siempre.